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A la fiesta de María

A la fiesta de María, -la mía-, nadie llega con las manos vacías

Por José Luis Preciado

Elotes, duraznos, membrillos, granadas, uvas, vino y cerveza llegaron en cariñosa carga a la anunciada fiesta.

Una misa sin el reclamo de los que  callan para siempre, luego la orquesta se acomodaba en el ensayo mientras los gatos huían en bandada ante un violín desafinado.

Carlos y José el dueto más viejo de California, sabe pulsar la nostalgia y se arrancó con currucú le cantaba al Palomito, esta vieja canción aceleró el corazón de los bailadores y los expulsó a la pista empolvada a sacudir la edad. Una fiesta de nuestros pueblos sureños, sin recato.

María, -la mía-, enrolló el vestido blanco y darle duro al zangoloteo. Otros se animaron y la fiesta se transformó en sudores y pachanga pura y artesanal, quedó fuera el traje pomposo, la gala estorbosa y los zapatos de brillo o tacón alto. El dueto de Carlos y José de por allá, más el grupo de los Winduris se encargaron de alimentar la danza, hasta surgió un “Chalino Sánchez”, que nos había prometido sólo una a capela y se quedó toda la noche a cantar y libar con singular alegría.

Hasta los niños nacidos allá, descubrieron que su alma late a ritmo de banda, rancho y norteño, allí estaban con su ternura “gringa” intentando bailar de a cachetito y por ratos se miraban montandos a caballo o bañándose en el río del Palmar.

 

 

 

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