El 30 de marzo de 1880, es decir hace 135 años, inició su funcionamiento la primera veleta en la ciudad de Mérida en la casa de la familia Crassemann, quienes fueron propietarios de la gran ferretería “El Candado”, consumida el 27 de marzo de 1902 y el 8 de febrero de 1903 por dos enormes incendios (90 años de historia de Yucatán), qué casualidad ¿verdad?
Esta veleta revolucionó la manera de proveerse del agua de pozo en Yucatán, cuya única forma de extraerla era arrojando al fondo del pozo cubos atados a una larga cuerda y extraerlos a pulso, trabajo molesto y agotador que, a partir de eso, y de contar con el dinero necesario, se podría evitar comprando a la empresa norteamericana Aermotor Co. una de esas máquinas que al ser montada en una alta estructura metálica permitía exponer las aspas a la fuerza del viento que, al obligarlas a girar, transformaba la potencia de estos giros en energía mecánica que subía y bajaba una larga varilla metálica haciendo funcionar una bomba de cilindro que trasegaba el agua del manto freático a depósitos colocados en el exterior del pozo para almacenar el líquido que serviría para regar los árboles, las flores, las hortalizas o para solventar todas las necesidades del hogar
con excepción de la que servía para beber, preparar los alimentos o para que las mujeres lavaran sus largas cabelleras, ya que al hacerlo con el agua que recogían de la lluvia que se escurría de los techos de las casas canalizándolas a amplios depósitos, llamados aljibes o comprándosela al aguador, les quedaban bellas, sumamente suaves y brillantes.
Muy pronto los meridanos, de la clase media para arriba, instalaron en los patios de sus casas refulgentes molinos de viento.
A mediados del siglo pasado cuando un yucateco volvía a Mérida vía aérea, entre los que se encontraba este escribidor, se pegaba a la ventanilla del avión, aquellos lindos e imponentes bimotores DC-3, para observarla ansiosamente y lo que alcanzaba a contemplar era un precioso bosque verde esmeralda sobre el que sobresalían centenares de veletas orgullosamente erguidas, cual pequeñas torres Eiffel, cuyas aspas giraban alegremente señalando desde qué punto cardinal soplaba el viento.
Mérida era conocida como la Ciudad Blanca o la Ciudad de las Veletas. Recordemos que en aquella época tan sólo existía un sistema muy limitado de agua potable entubada, cuyos enormes depósitos se asentaban en terrenos del que fuera el castillo de San Benito, que únicamente daba servicio al primer cuadro de la ciudad y que, para el resto de ella, el agua de pozo era la única con la que se contaba (excepto con la de lluvia, según mencioné líneas arriba).
El arribo de las bombas eléctricas fue desplazándolas y la Japay, con su servicio de agua potable, casi terminó con ellas, cuando menos en la ciudad de Mérida, cuyos propietarios las vendieron a campesinos del interior del estado.
En la capital yucateca quedan muy pocas, y eso se debe a que el propietario del predio en donde se hallan, las conserva como un añorado recuerdo o como un bello adorno.
En el costado Poniente de la prolongación del Paseo Montejo existe una, no han sido pocas las ocasiones en que detengo mi automóvil y me extasío contemplándola con cierta melancolía y resuena en mis oídos ˗por cierto que estoy sordo del izquierdo y el menso otorrinolaringólogo se lanzó la puntada de decirme que es por la edad, cuando tan sólo cuento con 78 primaveras˗ el chasquido metálico que produce la varilla que baja al pozo desde el mecanismo de la veleta cuando el mozón ik (viento fuerte en maya) sopla con fuerza, haciendo girar con gran velocidad las aspas de la misma y, casi siempre se escuchaba el grito del ama de casa que exclamaba: «Fulanito, corre a retrancar la veleta antes que el viento la tire».
Tengo la seguridad que son muchos los miembros de la comunidad de los que ahora nos llaman de la tercera edad ˗si a esas vamos, el que este escribe ya es de la cuarta˗ las rememoran, las añoran y es posible que hasta suspiren.
Pobres de los jóvenes de ahora que se las perdieron, pero así son las cosas del modernismo y la globalización. ¡Qué le vamos a hacer!
Por Alvaromar Betancourt Moguel
Publicado en Por Esto!