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De la milpa a la sonrisa

Paisaje Urbano 27 #BitácoraDeUnTranseúnte

Texto y fotografías: Felipe Ahumada Vasconcelos

Además de entretenido y relajante, el ejercicio de imaginar el origen de las cosas que todos los días están a nuestro alcance y que tomamos por sentado, como si en un acto de magia aparecieran ante nosotros para su uso y satisfacción, resulta una práctica educativa que nos pone en contacto con la compleja trama de eventos y relaciones humanas involucradas en el aparentemente sencillo hecho de partir una cebolla, extraer el jugo de una naranja o freír un huevo.

Mencionado por orden de aparición, el sol es el primer gran actor en el reparto de protagonistas en este escenario, no en vano, esta magnífica estrella que ha rebasado los cuatro mil millones de años, según los cálculos de quienes miden su edad, ha sido considerada una deidad en múltiples culturas en toda la faz de la tierra, incluyendo la Maya con su culto al dios del sol K’inich Ajaw. Sin los rayos de la luz del sol no podríamos disfrutar de los alimentos que llegan a la mesa, ni vestir una confortable camisa de algodón.

En la jornada que empieza en el temprano amanecer, los campesinos de manos trabajadoras, mente cósmica y corazón místico, atienden la milpa; sólo su alma sabe cuánta solicitud hay en su oración y cuánto fervor en su gratitud.

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Sin su arduo trabajo y su cotidiana dedicación no tendríamos a tiempo la tortilla en el lek, ni el epazote para completar los platillos de nuestra riqueza culinaria.

La camioneta de redilas recoge la mercancía a la vera del sendero y luego de recorrer los empedrados caminos llega al lugar del abasto que surte a los mercados.

Ahí, las venteras y venteros abren sus puestos y comienzan el llamado a la clientela atenta a sus ofertas y dispuesta a probar los pequeños bocadillos de muestra, observar con un sabio ojo analítico la fruta calada y sin remilgos, llevarse los atados de hierbas a las expertas narices que miden en el aroma la frescura del producto.                           

Un florero con flores sobre una mesa de comida

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Buscando el alimento, la prenda de vestir, la joya de “hach oro” o de fantasía, la planta medicinal que activará la sugestión para poner remedio a todos los males, la gente camina y se tropieza por los pasillos del mercado que parece un intrincado laberinto.

Un grupo de personas en una tienda de fruta

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No falta un viejo saxofón, una trompeta de latón o un modesto tambor para hacer música compitiendo con los radios que suenan a toda voz en algunos puestos, para hacer menos tediosa la jornada de quienes venden, y más festivo el paso de los que compran.

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Mujeres, hombres, niñas, niños, ancianas y ancianos; prisas, calma, propinas, regateos, indiferencia, coqueteo, urgencia por dar con los baños, elegancia, austeridad, rostros límpidos, caras ajadas, pasos firmes, caminar entorpecido, obesidad, esbeltez y un largo etcétera. 

Parafraseando a Publio Terencio pudiéramos decir: “Nada de lo humano a los mercados les es ajeno”.

Realizadas las adecuadas elecciones se van llenando el sabucán y la canasta, de ahí a casa, después la salsa, el platillo, la limonada, la sonrisa.

Una ensalada de verduras

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Todo a partir del amanecer, con los rayos del sol y el trabajo campesino, todo con el empeño de cientos de hombres y mujeres que construyen el milagro. Salud por ellos, salud por ellas.

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