Por Ana Laura Preciado
La jornada laboral está a punto de terminar y Don Adán, exhausto, resopla de cansancio tras llevar numerosos botes de flores, plantas y tallos a lo largo del día.
El grupo de flores dentro del contenedor observa con ingenuidad a su cuidador; girasoles, azucenas, margaritas, algunas aves del paraíso, tallos salvajes y pimpollos silvestres han crecido en la amplia parcela de Don Adán. Éstas, recién compartieron espacio con otras especies que, aunque pálidas -para su gusto-, admiten haber pasado un tiempo armonioso con sus radiantes vecinos, como los tomates rosas (pak) y las alienígenas plantas de achiote.
Agotado por su labor, Don Adán descansa el bote y se seca el sudor. Las flores, intrigadas y algo inquietas, emiten briznas de perfume natural para animar a su cuidador, pero esto no parece surtir efecto pues, con cansancio, él retoma el bote y continúa hacia la parte más amplia de la finca. Desubicadas, el grupo de flores observa desde el cogote de su cuidador decenas de flores desperdigadas sobre el pasto, mientras un grupo de desconocidos las manipula para formar ramos, bouquets y decoraciones para la gran fiesta del año.
Con amargura, miran cómo separan a familias completas de flores y alejan a madres de sus vástagos. Esta triste escena apaga a las flores, que ahora comprenden cuál será su destino. Con nostalgia, observan a su cuidador alejarse y aceptan de mala gana la inevitable separación; cuando todos los ramos están listos, las flores lánguidas dejan caer sus pétalos, saben que no volverán a florecer jamás.
La novia llega ansiosa a recoger su flamante ramo recién armado, pero las flores ya no tienen ánimos para expulsar su aroma, por lo que el ramo comienza a menguar; la ceremonia ni siquiera ha comenzado.
A dos kilómetros de distancia, Don Adán se prepara para dormir, consciente de que a las 5 de la mañana se levantará para cultivar un gran pedido de flores, ya que otro evento masivo le espera al día siguiente.