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El huerto del abuelo Chalío
Por José Luis Preciado
En Jalisco hubo una vez un huerto donde se cosechaban los frutos y las hortalizas más ricas y nutritivas de toda esa zona. Allí nunca faltaba nada: cilantro, rábano, lechuga, tomate,
zanahoria, chile habanero y dulce, calabacitas, fríjol y maíz... había de todo, sólo bastaba estirar la mano para que nuestra mesa estuviera bien puesta.
Aquel edén era el huerto de mi abuelo Chalío; él siem- pre pensó que su pequeña contribución era esa: cultivar la tierra. Gracias a su gesto noble y desprendido, varias me- sas de la comarca tenían comida fresca. Fue la misma tierra quien cobró la factura, pues se lo llevó varios años después.
Nadie quiso seguir la tradición, uno a uno nos fuimos deshojando de la mata principal, la mala hierba volvió a cu- brir la tierra y no quedó ni rastro del huerto. La modernidad cedió paso a las grandes cadenas de supermercados que llegaron de otros países, alguien descubrió que el maíz no sirve únicamente para hacer tortillas, sino que también se
le puede sacar etanol; en breve ya no se cotizaría por tone- lada, sino por barril.
Y ni qué decir de la caña de azúcar, el dulce otrora des- preciado vuelve a colocarse en el mercado por el mismo motivo: se vende como energía alternativa.
Ahora los productos del campo suben tanto de precio, que nos veremos obligados a hacer lo mismo que el abuelo: cultivar un huerto familiar. En las comunidades y profundi- dades de la península de Yucatán ya existen varios ejemplos de producciones familiares, que, ante cualquier seductora venta en masa o exportación, priorizan la soberanía alimen- taria.
La gente ha vuelto a abrir los ojos y realizan que, antes de llevar sus cultivos a otras latitudes, la alimentación de su gente es primero; tal como la ideología que el abuelo Chalío predicaba.