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Huertos urbanos cultivan comunidad

Una semilla de tomate, de calabaza, de sandía o de maíz tiene el poder de transformar un espacio vacío en un área verde llena de vida, de brindar alimento a las manos que la siembran y de unir comunidades separadas o que ni siquiera se conocían.

Conforme los huertos urbanos toman más fuerza, son más quienes perciben cómo a través de estas iniciativas se crean nuevas amistades, se conecta con otras personas y se mejora la relación con los vecinos.

Estos son ejemplos de cómo estos espacios impulsan el sentido de comunidad.

Conectan en línea

Si alguien les hubiera dicho que durante la pandemia del Covid-19 formarían amistades de otros países, quizá Arlethe Guerra y Luis Patiño no lo habrían creído. Encerrados en casa, ¿cómo conocerían otras personas?

Pero el huerto urbano que iniciaron en su casa a finales de marzo del 2020, los llevó a conectar con gente apasionada por el cultivo de alimentos en el hogar.

“No podíamos salir y conocimos un montón de gente”, cuenta Luis, “ampliamos nuestro grupo social impresionantemente”.

Todo comenzó cuando crearon la cuenta de Instagram @triangulodelasverduras para registrar los avances de su huerto, en donde hoy cultivan calabaza, pimiento morrón, tomate, sandía, fresas, chile jalapeño, apio, hierbas aromáticas y flores.

No esperaban obtener seguidores locales y de otras partes del mundo.

“Vas encontrándote con gente, no esperarías que ya hubiera tanta gente haciendo esto en Monterrey”, expresa Arlethe.

Además, han hecho nuevas amistades en grupos de otras redes sociales y en intercambios de plantas o semillas que se realizan en la Ciudad.

“Todas las personas que hemos conocido (son) súper buenas, súper accesibles”, dice Arlethe, “súper emocionados de conocerte y de que más gente se sume, de impulsar esta comunidad de gente con huertos”.

Se unen vecinas

“Creo que esto es una manera muy bonita de volvernos a conectar”, expresa Patricia Ortega, al relatar cómo fue que ella y cuatro de sus vecinas se unieron gracias al huerto que iniciaron en mayo.

“No nos conocíamos”, recuerda la vecina de la Colonia Cerradas de Valle Alto, al sur de Monterrey. En el grupo también están Marcela Derreza, Leticia Jasso, Ana Hernández y Raquel Gutiérrez.

Motivadas por cultivar sus alimentos, aprovecharon un terreno comunal, donde no está permitido construir por estar cerca de un arroyo, pero sí se puede sembrar. Ahí iniciaron un huerto en el que hoy hay plantas de tomate, zanahoria, betabel, lechuga, calabaza, chícharo, ajo, cebollín, melón, sandía, plátano, limón, papaya, aguacate, zarzamora y piña.

También hay flores, hierbas aromáticas y planean seguir plantando más hortalizas “Además de que conectas con la naturaleza, que conectas contigo mismo, también empiezas a hacer una comunidad y cuando hay comunidad, hay amor, hay respeto, hay solidaridad”, cuenta Ana.

Poco a poco, a través de las reuniones semanales para revisar los cultivos, combatir las plagas, hacer la composta, cosechar las hortalizas y comprar semillas, se han unido y se conocen cada vez más.

“No necesitas ser igual”, añade Patricia. “No necesitas ser del mismo estrato social, no necesitas nada más que tener un bien común, que es esto. Eso hace que te caigas bien, que crees comunidad”.

Niños siembran amistad

Desde que el Sol comienza a calentar la mañana, un grupo de niñas y niños de la colonia Plan de Ayala, en San Pedro, empieza a caminar con emoción entre cultivos de calabaza, pepino, lechuga, rábano, melón, sandía y flores polinizadoras.

Armados con guantes, picos y palas, recorren un terreno de la zona en busca de frutos que recolectar, plantas que regar, hierbas que arrancar o insectos por descubrir.

“(Me gusta venir) porque convivo con mis amigos y despejo un poco mi mente de mis tareas, mis clases”, dice Yelena Lara, de 10 años, mientras sus amigos la esperan para seguir jugando entre las hortalizas.

Un letrero en la entrada anuncia el nombre del lugar: “Flor de Palma”. Es uno de los 10 huertos comunitarios que el Municipio comenzó a implementar el año pasado para fomentar medidas sostenibles de consumo e impulsar el sentido de comunidad.

Cada espacio es administrado por habitantes de la zona, asesorados por especialistas de asociaciones civiles que colaboran en el proyecto y que les imparten clases semanales sobre el mantenimiento del huerto.

Flor de Palma se distingue porque los responsables de atenderlo son pequeños de entre 6 y 12 años, quienes están al pendiente de las labores diarias con apoyo de una madre de familia que funge como líder principal.

“Ha sido un reto porque se aburren rápido, a veces no quieren trabajar, quieren jugar”, cuenta Dayann Ogaz, fundador de Agronautas, asociación que asesora este espacio.

La creación del huerto ha impulsado una mejor convivencia entre los adultos del sector, pero el mayor cambio se ha visto en los menores, quienes han hecho nuevos amigos y llevan una mejor relación con otros pequeños.

Uno de sus momentos favoritos es convivir mientras disfrutan de los alimentos que cosechan.

“Antes era de que estuvieran aventando piedras y ahorita llegamos y ya hay dos o tres niños (trabajando)”, dice Ogaz. “Los padres han venido a decirnos: Muchas gracias”.

POR DALIA GUTIÉRREZ. EL NORTE.

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