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Paisaje Urbano: Música ambulante

Bitácora de un transeúnte

Texto e imágenes: Felipe Ahumada Vasconcelos

La ciudad tiene maravillosos secretos, es cierto, y aunque están a la vista, solo son descubiertos por quienes quieran mirarlos, escucharlos y hacerse de ellos como quien cierra los ojos y apura la sonrisa para oler una flor o detiene sus pasos para contar cuantas palomas se bañan en una fuente. 

La prisa solo sabe de semáforos y precauciones para cruzar la esquina a tiempo, para no ser atropellados; el verde, el amarillo y el rojo bastan para sobrevivir y salir avante en las encrucijadas cotidianas, aunque el corazón se acelere, aunque la presión se eleve, aunque el deseo se reprima y la canción se calle. 

Entre tanto en la ciudad sigue la oferta: Las alas tornasol de algunas aves; la ruidosa algarabía de los pájaros cuando parten muy temprano o ya vuelven en la tarde; la recia herrería de puertas y ventanas que evoca el tiempo en que cruzaron el mar antiguas naves, transportando además rojos tejados y baldosas para vestir en la ciudad techos y calles entre coloridas puertas de madera. 

De alguna de esas puertas, sin la misma prisa, salen también otras personas, su destino: El centro, ahí laboran, portan en estuches más o menos pesados sus instrumentos de trabajo; de pie comienzan la jornada luego de afinar sus voces y sus notas, en el suelo el sombrero, una franela o un viejo bote oxidado donde caen las monedas como escaso pero agradecido pago.

Compiten con el ruido de los autos, el silbato de los agentes de tránsito y el rumor de las voces que caminan, su éxito sobre tales rivales no está en el volumen que imprimen sino en la voluntad de los viandantes de tomar de la ciudad esa otra magia, ese regalo, ese otro secreto que nos sale al paso. 

En una calle, un músico ambulante se hace acompañar de una bocina mientras percute a tiempo y ritmo la melodía en el teclado. En su repertorio cumbia y salsa; quizá quien camina solo por la escarpa apenas hace una pausa y sigue el paso estirando el brazo para lanzar la moneda, aunque a veces no atina al recipiente, quienes caminan en tríadas o en pequeños grupos, son más desinhibidas y desinhibidos y, sin resistirse a la tentación, entre sonrisas, imitan unos pasos de baile. 

A la vuelta de la esquina, algo poco visto y escuchado en nuestras calles: un cilindrero menos tropical y más nostálgico, evoca melodías tradicionales, sorprendiendo tanto por la particularidad de su instrumento como por el encanto de la música. 

No falta la guitarra y la voz que en la plaza ofrece los boleros que deleitan a quienes se han enamorado. 

Corona el espectáculo un saxofón que no necesita de teatros ni escenarios para entonar nítido canciones de otro tiempo: “Usted”, “Bésame mucho”, “Nosotros.” 

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